lunes, 8 de agosto de 2016

Lecturas de verano 2


¿Qué podemos amar que no sea una sombra?
Hölderlin

Mañana, en cuanto amanezca, iré a visitar tu tumba, papá. Me han dicho que la hierba crece salvaje entre sus grietas y que jamás lucen flores frescas sobre ella. Nadie te visita. Mamá se marchó a su tierra y tú no tenías amigos. Decían que eras tan raro...Pero a mí nunca me extrañó. Pensaba entonces que tú eras un mago y que los magos eran siempre unos grandes solitarios (...).

Yo entonces no sabía nada de tu pasado. Nunca hablabas de ti mismo ni de los tuyos. Para mí eras un enigma, un ser especial que había llegado de otra tierra, de una ciudad de leyenda que yo había visitado sólo una vez y que recordaba como el escenario de un sueño. Era un lugar fantástico, donde el sol parecía brillar con una luz diferente y de donde una oscura pasión te hizo salir para no regresar nunca más. No sabes qué bien comprendí ya entonces tu muerte elegida. Pues creo que heredé de ti no sólo tu rostro, teñido con los colores de mamá, sino tu enorme capacidad para la desesperación y, sobre todo, para el aislamiento. Aún ahora, cuanto mayor es la soledad que me rodea mejor me siento. Y, sin embargo, me encontré tan abandonada aquella noche. Nunca olvidaré la impenetrable oscuridad que envolvía la casa cuando tú desapareciste.

Adelaida García Morales. El Sur. Ed Anagrama. 1985.

jueves, 4 de agosto de 2016

Lecturas de verano 1


Yo amaba la literatura, sí, pero la amaba como me amaba a mí mi padre (o como yo sentía, con razón o sin ella, que él me amaba): a condición de que ese objeto de mi amor tuviera éxito, me dejara en buen lugar, hiciera brillar mi nombre. Me iba a costar muchos años contestar a la pregunta que jamás se hacen quienes, contemplándolos de lejos, envidiaban a los escritores: la escritura sin relumbrón ni oropeles, hecha de trabajo diario y oscuro, la escritura consistente en el milagro de crear universos mediante la palabra -nada menos, pero nada más-, la escritura, en fin, por la escritura, ¿vale la pena?

Para mí sí. Pues me daba lo que yo estaba buscando: una identidad propia, más allá de las que había recibido o heredado (...). Una actitud ante la vida en la que se unían, sin contradicción, el afán de poseer propio de mi familia catalana (escribimos para guardar, revivir, atesorar), y el refugio de un mundo inmaterial -la música, la lectura, la nostalgia- propio de mi familia castellana. Una profesión que me permitiría combinar una vida de mujer con la libertad de un hombre... Un mundo propio, escogido y no impuesto, fuera de la cárcel del yo y del tiempo en el que todos nacemos. Y una felicidad, en fin, como jamás podría encontrar en la vida.

Pero quizá, pienso ahora, esa libertad es una huida. Quizá escribir es una modalidad de arte consolador y triste, y en el fondo cobarde, de estar y no estar, de buscar la vraie vie en el ailleurs...
Sí, quizá el precio de la irreal felicidad que da escribir es haber renunciado de antemano a ser feliz en la realidad; es no atreverse a hacer de la vida real nuestra vida verdadera.

Laura Freixas. Adolescencia en Barcelona hacia 1970. Ed Destino. 2007