jueves, 4 de agosto de 2016

Lecturas de verano 1


Yo amaba la literatura, sí, pero la amaba como me amaba a mí mi padre (o como yo sentía, con razón o sin ella, que él me amaba): a condición de que ese objeto de mi amor tuviera éxito, me dejara en buen lugar, hiciera brillar mi nombre. Me iba a costar muchos años contestar a la pregunta que jamás se hacen quienes, contemplándolos de lejos, envidiaban a los escritores: la escritura sin relumbrón ni oropeles, hecha de trabajo diario y oscuro, la escritura consistente en el milagro de crear universos mediante la palabra -nada menos, pero nada más-, la escritura, en fin, por la escritura, ¿vale la pena?

Para mí sí. Pues me daba lo que yo estaba buscando: una identidad propia, más allá de las que había recibido o heredado (...). Una actitud ante la vida en la que se unían, sin contradicción, el afán de poseer propio de mi familia catalana (escribimos para guardar, revivir, atesorar), y el refugio de un mundo inmaterial -la música, la lectura, la nostalgia- propio de mi familia castellana. Una profesión que me permitiría combinar una vida de mujer con la libertad de un hombre... Un mundo propio, escogido y no impuesto, fuera de la cárcel del yo y del tiempo en el que todos nacemos. Y una felicidad, en fin, como jamás podría encontrar en la vida.

Pero quizá, pienso ahora, esa libertad es una huida. Quizá escribir es una modalidad de arte consolador y triste, y en el fondo cobarde, de estar y no estar, de buscar la vraie vie en el ailleurs...
Sí, quizá el precio de la irreal felicidad que da escribir es haber renunciado de antemano a ser feliz en la realidad; es no atreverse a hacer de la vida real nuestra vida verdadera.

Laura Freixas. Adolescencia en Barcelona hacia 1970. Ed Destino. 2007

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